martes, 22 de octubre de 2013

Cristina de Pisa, personaje de El Profeso y los Borgia


Cristina de Pisa, fue una filósofa, poeta humanista y la primera escritora profesional de la historia. Nació en Venecia en 1364, fue hija de Tomas de Pisa, un físico, astrólogo de la corte y canciller de la república de Venecia. Después de su nacimiento, su padre acepto una cita a la corte del rey Carlos V de Francia como el astrólogo real, alquimista y físico. En este entorno, de Pisa fue capaz de alcanzar sus intereses intelectuales. Cristina fue exitosamente educada en forma autodidacta, en lenguas hablando Francés, Italiano y Latín. Ahí re-descubrió los clásicos y el humanismo del renacimiento temprano y en el archivo real de Carlos V que albergaba un vasto núme-ro de manuscritos. De esta forma pasó su infancia en la corte del rey Carlos V de Francia, de quien posteriormente escribió su biografía.


En 1380 a sus 15 años se casó con Étienne du Castel (secretario de la corte), fue un matrimonio excepecionalmente feliz. Desafortunadamente el rey Carlos V muere ese mismo año y muchas de las entradas de Étienne fueron reducidas por el nuevo rey. Tomaso, su padre muere debido a una enfermedad en 1390 y Étienne también murió en forma repentina, por lo que Christine quedó viuda a la edad de 25 años, a cargo de tres niños, su madre y una sobrina. 


La pequeña cantidad de dinero heredada de su marido fue sujeto de una disputa legal. Cristina decidió mantener a su familia siendo una escritora profesional; sus poemas, canciones y baladas fueron bien recibidas y pronto fue capaz de mantener a su familia. Su popularidad se incrementó y pronto fue apoyado por muchos Lords y Ladies medievales, incluidos los dukes de Burgundy (Berry, Brabant and Limburg), el rey Carlos VI y su esposa la reina Isabela de Bavaria. A la joven delfina francesa, Margarita de Borgoña, poco después de su matrimonio con Luis de Valois, duque de Guyana, en 1405, de Pisa le dedicó el Libro de las tres virtudes (Le Livre des trois vertus) (1406), en la que le aconsejaba "lo que debía aprender y cómo debía comportarse". El manuscrito pudo haber sido encargado por el padre de Margarita, Juan Sin Miedo. Margarita luego estuvo casada, en se-gundas nupcias, con Arturo III de Bretaña, conde de Richmond, quien en su madurez combatió en el bando de Juana de Arco. El poema de Christine de Pisan dedicado a la "doncella de Orléans" pudo haber sido encomendado por Margarita de Borgona antes de fallecer. Sus poemas se organizan en colecciones que siguen una trama narrativa, muchos de los cuales están extraídos directamente de su experiencia personal como Seulette suy et seulette vueil estr (Solita estoy y solita quiero estar). Mucho de su trabajo contenía información biográfica detallada, algo inusual en esa época. Sus primeros poemas, baladas de amores perdidos, transmitían la tristeza de su prematura viudedad, y se hicieron populares de inmediato.


Algunos de sus trabajos son: 

  • Las epístolas de Otea a Héctor (L'Épistre de Othéa a Hector) (1400), una colección de 90 cuentos alegóricos. 
  • Libro de la mutación de la fortuna (Livre de la mutation de fortune) (1403), un poema largo conteniendo ejemplos de su vida y otros personajes famosos. 
  • En ese mismo año escribió El camino del largo estudio (Le Chemin de long estude). 
  • En 1404 fue comisionada por Felipe II de Borgoña, llamado Felipe el Atrevido para escribir la biografía de su hermano fallecido, el rey Carlos V de Francia. 
  • De Pisa también escribió un informe halagador y detallado sobre Carlos V y su corte en su libro Los hechos y buenas maneras del rey Carlos V (Le Livre des Fais et bonnes meurs du sage roy Charles V), escrito también en 1404. 
  • Se cree que entre los años 1393 y 1412, ella compuso unas 300 baladas y muchos poemas de breve extensión.

jueves, 17 de octubre de 2013

El desafío de Barletta, en el Profeso y los Borgia

Monumento conmemorativo del desafío en Barletta
El desafío de Barletta del 13 de febrero de 1503 fue un duelo protagonizado por 13 caballeros franceses y otros tantos italianos ocurrido en las cercanías de la ciudad napolitana de Barletta durante el transcurso de la guerra de Nápoles. El enfrentamiento terminó con la victoria de los italianos. En el año 1500 Luis XII de Francia y Fernando el Católico firmaron el tratado de Granada, por el que ambos acordaban repartirse a partes iguales el reino de Nápoles, todavía bajo el reinado de Federico I de Nápoles. Al año siguiente las tropas francesas penetraron en territorio napolitano desde el norte, mientras las españolas lo hacían desde el sur; Federico I fue derrocado y su reino dividido entre Francia y la corona de Aragón.

Pronto surgieron las discordias entre las dos fuerzas ocupantes por la interpretación del tratado, que había dejado sin definir a quién pertenecía exactamente la franja intermedia que separaba las posesiones de ambos. En el verano de 1502 el ejército francés liderado por Luis de Armagnac llegó al enfrentamiento armado contra las tropas españolas bajo el mando de Gonzalo Fernández de Córdoba, que en inferioridad numérica frente a las fuerzas francesas, atrajo a su causa a los Colonna, napolitanos que anteriormente habían estado al servicio de Federico I.

Durante los primeros compases de este enfrentamiento, las fuerzas francesas avanzaron en dirección sur ocupando la parte que en el tratado de Granada había correspondido a los españoles, que fueron reducidos a unas pocas plazas en Calabria y Apulia. Gonzalo Fernández de Córdoba y el cuerpo principal de sus fuerzas fueron sitiados en la ciudad de Barletta. En una escaramuza mantenida junto a la ciudad de Trani, las tropas de Diego de Mendoza habían tomado varios prisioneros franceses, entre ellos al noble Charles de Torgues, llamado Guy la Motte, que fue conducido a Barletta. Éste, en el transcurso de una conversación que durante su cautiverio mantuvo con varios españoles, criticó la cobardía de los italianos en el combate; el español Íñigo López de Ayala defendió a sus compañeros italianos de armas, que enterados de las declaraciones del francés, pidieron satisfacción de la ofensa hecha a su honor retándoles a un duelo.

Se intercambiaron rehenes en garantía del cumplimiento de las condiciones del combate, se nombraron cuatro jueces de cada parte1 y se señaló el lugar del encuentro entre Andria y Corato, donde se delimitó el terreno de lucha con un círculo de un octavo de milla del que los participantes no podrían salir. Según los términos acordados, el caballero que resultara vencido, rendido o muerto perdería las armas y el caballo, y pagaría cien ducados al vencedor.

El 13 de febrero de 1503 los 13 caballeros franceses señalados para el combate, encabezados por el propio la Motte, se encontraron en el terreno de lucha con los 13 italianos, que fueron escogidos de las capitanías de Próspero y Fabrizio Colonna.

Caballeros italianos:               Caballeros franceses:
Ettore Fieramosca                 Charles de Torgue
Ludovico Abenavolo               Gran Jean Dast †
Mariano Abignente                Eliot de Baraut
Guglielmo Albamonte             Girout de Forses
Giovanni Brancaleone                 Marc de Frignes
Giovanni Capoccio                 Sacet de Jacet
Marco Corollario                         Jacques de la Fontaine
Fanfulla da Lodi                         Naute de la Fraise
Ettore Giovenale                         Jacques de la Guignes
Miale da Troia                         Martellin de Lambris
Pietro Riczio                         Jean de Landes
Romanello da Forlì                 Pierre de Liaye
Francesco Salamone                 François de Pisa




Massimo d'Azeglio escribió una destacada historia del desafío.




Massimo Taparelli, marqués de Azeglio (Turín, 24 de octubre de 1798 – 15 de enero de 1866), fue un importante escritor, pintor, patriota y político italiano.





miércoles, 16 de octubre de 2013

El Gran Capitán, personaje histórico de El Profeso y los Borgia

Gonzalo Fernández de Córdoba y Aguilar (Montilla, Casa de Aguilar, 1453 – Loja, Granada, 1515) fue un noble, político y militar castellano, duque de Sant'Angelo, Terranova, Andría, Montalto y Sessa, llamado por su excelencia en la guerra el Gran Capitán. Capitán castellano al servicio de los reyes Católicos. Miembro de la nobleza andaluza (perteneciente a la Casa de Aguilar), hijo segundo del noble caballero Pedro Fernández de Aguilar, V señor de Aguilar de la Frontera y de Priego de Córdoba, que murió muy mozo, y de Elvira de Herrera y Enríquez, hija de Pedro Núñez de Herrera, señor de Pedraza y de Blanca Enríquez de Mendoza, quien fue hija de Alonso Enríquez, almirante de Castilla (hijo de Fadrique Alfonso de Castilla) y de Juana de Mendoza «la Ri-cahembra». Gonzalo y su hermano mayor Alfonso Fernández de Córdoba se criaron en Córdoba al cuidado del prudente y discreto caballero Pedro de Cárcamo. 

Siendo niño fue incorporado al servicio del príncipe Alfonso, hermano de la luego reina Isabel I de Castilla como paje y, a la muerte de éste, pasó al séquito de la princesa Isabel. La hermana de ambos cordobeses, conocida con el nombre de Leonor de Arellano y Fernández de Córdoba, casaría con Martín Fernández de Córdoba, alcaide de los Donceles. Fiel a la causa isabelina, inició la carrera militar que le correspondía a un segundón de la nobleza en la Guerra de Sucesión Castellana. En la batalla de Albuera, en 1479, contra los portugueses ya aparece su nombre distinguido entre los más notables guerreros en las filas del maestre de la Orden de Santiago, Alonso de Cárdenas. En este tiempo fue designado Voz y Voto Mayor del Cabildo de Córdoba y contrajo matrimonio con su prima Isabel de Montemayor, que moriría pronto al dar por primera vez a luz. Como regalo de boda su hermano le había regalado la alcaldía de Santaella. Allí cayó prisionero de su primo y enemigo Luis Fernández de Córdoba y Montemayor, conde de Cabra, que lo tuvo encerrado en el castillo de Cabra hasta su liberación en 1476 cuando fue liberado por la intercesión de los Reyes Católicos. 

Pero fue la larga Guerra de Granada, donde sobresalió como soldado en el asalto de Antequera y en el sitio de Tájara (plaza que también se conoce como castillo de Tajarja o torre de Tájara, situada en el actual pago de las Torres de Huétor-Tájar, Granada ), donde demostró dotes de mando, así como ingenio práctico al idear una máquina de asedio hecha con las puertas de las casas para proteger el avance de las tropas.Pero las acciones que más lo distinguieron fueron las conquistas de Íllora, Montefrío, donde mandó el cuerpo de asalto y fue el primero que subió a la muralla a la vista del enemigo y Loja donde hizo prisionero al monarca nazarí Boabdil que se entregó tras pedir piedad para los vencidos y moradores. Acompañado de Gonzalo Fernández de Córdoba, a quien terminaría considerando su amigo, se presentó ante el rey Fernando y se arrojó a sus pies. En 1486 fue nombrado Alcalde de Íllora con la misión de fomentar las disensiones entre Boadbil, que era apoyado por los Abencerrajes y el Zagal. 

En estos años contrajo segundas nupcias con María Manrique de Lara y Espinosa, Dama de la Reina Isabel, del linaje de los duques de Nájera con quien tuvo dos hijas. Su carrera estuvo a punto de cortarse en una escaramuza nocturna delante de Granada que tuvo lugar antes de la conclusión de la guerra; porque habiendo caído de su caballo en medio de la refriega hubiese perecido de no ser por un leal servidor de la familia que montándole en su caballo entregó su vida por la de su señor. Espía y negociador, se hizo cargo de las últimas negociaciones con el monarca nazarí Boabdil para la rendi-ción de la ciudad a principios de 1492. En recompensa por sus destacados servicios, recibió una encomienda de la Orden de Santiago, el señorío de Órgiva, provincia de Granada, y determinadas rentas sobre la producción de la seda granadina, lo cual contri-buyó a engrandecer su fortuna. 

En 1494 fallece el rey Fernando I de Nápoles, hijo de Alfonso V de Aragón, y es proclamado rey su hijo Alfonso II de Nápoles. Carlos VIII de Francia decide que, para reconquistar los Santos Lugares (objetivo principal de muchos reyes coetáneos), debía conquistar los territorios de Italia. Para cubrirse las espaldas, firmó con el rey Fernando un tratado secreto, que, en las cláusulas difundidas, era una alianza contra los turcos, pero, en secreto, fue una alianza de amistad. Es decir, España no se interpondría a Francia en sus guerras salvo contra el Papa, lo mismo que haría Francia. Pero cuando Fernando descubrió las intenciones de Carlos VIII, actuó hábilmente, considerando a Nápoles un territorio infeudado al Papa, y por lo tanto, de su incumbencia. Fernando II de Aragón inicia una ofensiva diplomá-tica para ayudar a su pariente, consiguiendo la aprobación del Papa de Roma y de Florencia y la neutralidad de Venecia. 

En 1495 se convoca a los puertos del Cantábrico y de Galicia para que aporten naves que debían concentrarse en Cartagena y Alicante, y ponerse a las órdenes de Galcerán de Requesens i Gian Galeazzo de Soler, conde de Trivento y general de las galeras de Sicilia. Se reúnen sesenta naves y veinte leños, y embarcan 6000 soldados de a pie y 700 jinetes. Gonzalo Fernández de Córdoba se pone al frente de la expedición. Salen a la mar con mal tiempo, y el convoy se divide en dos. El grupo de vanguardia, el de Requesens, llega a Sicilia, donde espera en Mesina la llegada de los transportes con las tropas, que llegan el 24 de mayo. Pasa la flota a Calabria, ocupando Regio de Calabria y los pueblos circundantes. El rey de Nápoles, Alfonso, es derrotado en Seminara. Mientras Fernández de Córdoba maniobra con gran habilidad y tiene varios éxitos, entre los que se incluyen la larga marcha a Atella que le permitió llegar oportunamente a combatir, Requesens se presenta con sus galeras frente a la ciudad de Nápoles. El duque de Montpensier, lugarteniente de Carlos VIII, decide salir de las murallas de la ciudad para evitar el desembarco, y el pueblo de Nápoles, al ver salir a las tropas francesas, se subleva, teniendo que refugiarse los pocos franceses que quedaban en los castillos Nuevo y del Huevo. Aparece una flota francesa con 2.000 hombres de refuerzo, pero decide no enfrentarse a Requesens y desembarca a su gente en Liorna. Montpensier se ve obligado a retirarse hacia Salerno, y Nápoles cae en poder de los españoles. Fallece el rey Fernando I II de Nápoles (1496) y le sucede su tío Don Fadrique. 

Quedan en manos francesas Gaeta y Tarento. Requesens organiza dos escuadras, una con cuatro carracas y cinco naos que bloquea Gaeta, y otra con cuatro naos, una carabela y dos galeras para guardar la costa e interceptar socorros a los franceses. Esta última apresó una nave genovesa con 300 soldados y cargamento de harina. Los venecianos cooperaban vigilando los puertos de Génova y Provenza. En las filas francesas se declara la peste, de la que fallece Montpensier con muchos de sus soldados. Gaeta se ve obligada a capitular, pudiendo llevarse los franceses todas sus pertenencias. Embarcan hacia Francia, pero un furioso temporal hunde sus naves. Una vez asegurado el reino de Nápoles para Don Fadrique, reúne a sus tropas con intención de disolverlas, pero el Papa le pide que le ayude. Un tal Rogelio Guerra, corsario vizcaíno, se había apoderado de Ostia y su castillo bajo bandera francesa, cerrando el Tíber y sometiendo a contribución a Roma. Durante cinco días las baterías españolas martillearon las fortificaciones hasta abrir brechas en las murallas. Ostia fue tomado al asalto y Guerra y sus secuaces se entregaron como prisioneros sin ofrecer resistencia. Pocos días después el Gran Capitán era aclamado en Roma. Al recibir al general español, Alejandro VI se atrevió a acusar a los Reyes Católicos de hallarse mal dispuestos con él; pero Gonzalo replicó enumerando los grandes servicios que a la causa de la Iglesia habían prestado los reyes y tachó al Pontífice de ingrato y le aconsejó en tono brusco que reformara su vida y costumbres pues las que llevaba causaban gran escándalo en la cristiandad. A pesar de esta reprimenda Alejandro VI concede a Fernández de Córdoba la Rosa de Oro. 

Después de tres años de campaña, en 1498 regresan a España las tropas españolas, dejando el reino de Nápoles en manos de Don Fadrique. En esta campaña Gonzalo Fernández de Córdoba gana su sobrenombre de El Gran Capitán y el título de duque de Sant’Angelo. Fernando II de Aragón y Luis XII de Francia firman en 1500 un tratado reservado (el Tratado de Chambord-Granada) repartiéndose el reino de Nápoles, adjudicando al francés las provincias de Labor y los Abruzos, con los títulos de rey de Nápoles y de Jerusalén y el español el resto, con el título de duque de Apulia y de Calabria. Coincide el acuerdo reservado con una petición de ayuda de Venecia, cuya plaza de Modón, en el Peloponeso (Grecia), está siendo atacada por los turcos. Por parte española se prepara en Málaga una armada de 60 velas que transporta 8000 hombres de infantería y caballería, que manda Gonzalo Fernández de Córdoba como capitán general de mar y tierra. Llegan las naves a Mesina, después de una penosa travesía, pues llegó a escasear el agua, muriendo algunos hombres y muchos caballos. En Mesina se unen a la expedición unos 2000 soldados españoles que se habían quedado en Italia en la expedición anterior, y varias naves vizcaínas, entre las que es de suponer que estaba la de Pedro Navarro. El 27 de septiembre se hacen a la mar, llegando el 2 de octubre a tiempo para socorrer Candía. Se une a la expedición la flota veneciana y dos carracas francesas con 800 hombres. Acuerdan tomar Cefalonia, comenzando el asedio a la isla el 8 de noviembre y terminando el 24 de diciembre con la conquista de la fortaleza de San Jorge. Vuelven a Sicilia con muchas penalidades y algunos motines debido a la escasez. En 1501 el Papa hace público el acuerdo secreto entre Francia y España, y los franceses ocupan su parte con 20.000 hombres, encontrando resistencia sólo en Capua. El rey de España ordena al Gran Capitán ocupar su parte, pero en Tarento encuentra resistencia a su avance. La plaza está bien fortificada y defendida, por lo que se establece el sitio terrestre y el bloqueo naval, apresando Juan de Lezcano una nave con artillería y municiones para la plaza. Ante la imposibilidad de hacerlo por mar, debido a las fuertes defensas, se pasan por tierra 20 carabelas a la bahía interior de Tarento, y se ataca a la plaza por donde no tenía defensas. 

Así, en 1502, Tarento se rinde al Gran Capitán, con lo que españoles y franceses han ocu-pado cada uno su parte del reino de Nápoles. Desde el principio se produjeron roces entre españoles y franceses por el reparto de Nápoles, que desembocaron en la reapertura de las hostilidades. La superioridad numérica francesa obligó a Gonzalo Fernández de Córdoba a utilizar su genio como estratega, concentrándose en la defensa de plazas fuertes a la espera de refuerzos. A finales de 1502 los españoles se atrincheran en Barletta, en la costa adriáti-ca. El Gran Capitán rehúsa la batalla campal, pese al descontento de sus soldados, pero organiza una defensa activa (hostiga al enemigo y ataca sus líneas de comunicación). Durante el asedio francés a Barletta tiene lugar el torneo caballeresco conocido como Desafío de Barletta. Cuando llegan refuerzos y comprueba que los franceses han cometido el error de dispersarse da la orden de abandonar Barletta y pasa a la ofensiva, toma la ciudad de Ruvo di Benisichi y logrando la victoria en la batalla de Ceriñola, en la que aplasta las tropas del Generalísimo francés, Luis de Armagnac, duque de Nemours y en pocos minutos 3000 cadáveres sui-zos y franceses quedan tendidos en el campo de batalla. Esta victoria coincide con la del ejército español que se encuentra al mando de Fernando de Andrade, contra las tropas francesas de Bérault Stuart d'Aubigny en la batalla de Seminara. La guerra no estaba aún terminada y poco después Gonzalo Fernández de Cór-doba tomó la fortaleza de Castel Nuovo y Castel dell'Ovo. El resto de tropas francesas marcha a Gaeta en espera del envío de re-fuerzos. Luis XII envía otro gran ejército al mando del mariscal Louis II de la Trémoille (30.000 soldados, incluidos 10.000 jinetes y numerosa artillería). El Gran Capitán no pudo tomar Gaeta y montó una línea defensiva en el río Garellano, apoyándose en los castillos de Montecassino y Roca Seca, para cerrar el paso francés hacía la capital napolitana. La Tremouille cae enfermo y le sustituye Francisco II Gonzaga, duque de Mantua, al que sustituirá más tarde Ludovico II, marqués de Saluzzo. La noche del 27 de diciembre de 1503 el ejército español cruza el Garellano sobre un puente de barcas y sorprende al día siguiente al ejército francés que huye en desbandada. Los franceses dejaron en el campo de batalla varios millares de hombres, se calcula que tres o cuatro, con todos sus bagajes, las banderas y la artillería. Las bajas españolas no se conocen pero también debieron ser elevadas. Al día siguiente el Gran Capitán estaba ya dispuesto para asaltar las alturas de Monte Orlando, que dominaba la plaza de Gaeta, pero antes de que la artillería disparara se presentó un mensajero del marqués de Saluzzo proponiendo la capitulación. Esta capitulación fue sorprendente porque el ejército francés contaba con numerosas tropas aún, la plaza estaba provista de artillería, contaba con víveres para diez días y la flota francesa estaba fondeada en la bahía para abastecerlos y mantener las comunicaciones con el exterior. Sin embargo, las tropas francesas se encontraban totalmente desmoralizadas. Tras la batalla de Garellano y la toma de Gaeta los franceses abandonaron Nápoles. 

Terminada la guerra, Fernández de Córdoba gobernó como virrey en Nápoles durante cuatro años, con toda la autoridad de un soberano. Fue ins-trumento del envío a España como prisionero en 1504 de César Borgia, hijo del Papa español Alejandro VI (Rodrigo Borgia) para su custodia en Chinchilla. Pero al escapar éste en 1506 a Navarra y pasar de haber sido Obispo de Pamplona en su infancia gracias a su padre, a ser ahora Condestable de Navarra por su cuñado el rey consorte Juan III de Albret, marido de la reina titular de Na-varra Catalina I, quienes luchaban por evitar la absorción de su pequeño reino por una coalición navarro-castellano - aragonesa, César Borgia perdería la vida en la Batalla de Viana en marzo de 1507. Los beamonteses navarros verían más de un 80% del terri-torio del reino incorporado a los dominios de Fernando II de Aragón y de su nueva y joven esposa Germana de Foix en 1512 tal como propugnaban y en el interreino 1516-1520 a los de su nieto. Un importante miembro del Consejo Real de Juan III de Albret, colega de César Borgia, fue precisamente el padre del luego famo-so Jesuita San Francisco Javier, enviado por el Fundador de la Orden San Ignacio de Loyola a India y Japón para evangelizar por los privilegios papales concedidos a los portugueses e implantados en la Cancillería para Asuntos de Oriente en Lisboa del Rey Juan III de Portugal "El Piadoso". A la muerte de Isabel la Católica, el rey Fernando se hizo eco de ciertos rumores que acusaban a Fernández de Córdoba de apropiación de fondos de guerra durante el conflicto italiano, lo que unido a los temores de que se hiciese independiente gracias a la gran fama y notoriedad adquiridas, acabó con su destitución del mando, y aunque no está de-mostrado que le pidiese cuentas, Gonzalo, para justificar que lo que se decía de él no era cierto, presentó unas cuentas (que se conservan en el Archivo General de Simancas) con tal detalle, que han quedado como ejemplo de meticulosidad en la lengua popular. Si es cierto, en cambio, que no cumplió los ofrecimientos que le había hecho, pese a sus deseos de volver a Italia. Gonzalo entonces, se retiró a Loja (Granada), donde murió en 1515. 

El Gran capitán fue un genio militar excepcionalmente dotado, que por primera vez manejó combinadamente la infantería, la caballería, y la artillería aprovechándose del apoyo naval. Supo mover hábil-mente a sus tropas y llevar al enemigo al terreno que había elegido como más favorable. Revolucionó la técnica militar mediante la reorganización de la infantería en coronelías (embrión de los futu-ros tercios). Idolatrado por sus soldados y admirado por todos, tuvo en su popularidad su mayor enemigo. La combinación de las operaciones de combate permitió a Gonzalo Fernández de Córdoba, en el transcurso de las guerras de Italia, introducir varias re-formas sucesivas en el ejército español, que desembocaron en el Tercio. La primera reorganización fue en 1503. Gonzalo creó la división con dos coronelías de 6000 infantes cada una, 800 hombres de armas, 800 caballos ligeros y 22 cañones. El general tenía en sus manos todos los medios para llevar el combate hasta la decisión. Gonzalo de Córdoba dio el predominio a la infantería, que es capaz de maniobrar en toda clase de terrenos. Dobló la proporción de arcabuceros, uno por cada cinco infantes, y armó con espadas cortas y lanzas arrojadizas a dos infantes de cada cinco, encargados de deslizarse entre las largas picas de los batallones de esguízaros suizos y lansquenetes y herir al adversario en el vientre. Dio a la caballería un papel más importante para enfrentarse a un enemigo «roto» (persecución u hostigamiento) que para «romperlo» quitándole el papel de reina de las batallas que había tenido hasta entonces. Sustituyó la guerra de choque medieval por la táctica de defensa-ataque dando preferencia a la infantería sobre todas las armas. Puso en práctica, además, un escalonamiento en profundidad, en tres líneas sucesivas, para tener una reserva y una posibilidad suplementaria de maniobra. Gonzalo Fernández de Córdoba facilitó el paso de la columna de viaje al orden de combate fraccionando los batallones en compañías, cada una de las cuales se colocaba a la altura y a la derecha de la que le precedía, con lo que se lograba fácilmente la formación de combate. Adiestró a sus hombres mediante una disciplina rigurosa y formó su moral despertando en ellos el orgullo de cuerpo, la dignidad personal, el sentido del honor nacional y el interés religioso. Hizo de la infantería española aquel ejército formidable del que decían los franceses después de haber luchado contra él, que «no habían combatido con hombres sino con diablos». 

Aunque puede que no sea más que una leyenda, se cuenta que el rey Fernando el Católico pidió a don Gonzalo cuentas de en qué había gastado el dinero de su reino. Esto habría sido visto por éste como un insulto. De la respuesta hay varias versiones, la más común diría: Por picos, palas y azadones, cien millones de ducados; por limosnas para que frailes y monjas rezasen por los españoles, ciento cincuenta mil ducados; por guantes perfumados para que los soldados no oliesen el hedor de la batalla, doscientos millones de ducados; por reponer las campanas averiadas a causa del con-tinuo repicar a victoria, ciento setenta mil ducados; y, finalmente, por la paciencia de tener que descender a estas pequeñeces del rey a quien he regalado un reino, cien millones de ducados. Cierta la anécdota o no, la expresión las cuentas del Gran Capitán han quedado como frase hecha para una relación poco pormenorizada, en la que los elementos que la integran parecen exagerados, o para una explicación pedida por algo a la que no se tiene derecho.

jueves, 10 de octubre de 2013

Jerusalén

Jerusalén sitiada
En 1187, el líder de los mamelucos, Saladino tras la victoria de la batalla de los Cuernos de Hattin, logró, tres meses después, reconquistar Jerusalén tras unos combates encarnizados. Los caballeros de San Juan y los del Temple recibieron el honor de la rendición conservando sus bienes y sus armas. Una página gloriosa, pero triste, de la historia de la cristiandad. Mil años después los caballeros de San Juan, hoy denominados simplemente como de Malta, siguen con sus obras hospitalarias e humanitarias por todo el mundo. ¡Larguísima vida a la Orden!

Esta es la historia de la primera derrota y desastre de los cristianos que acabó con el Reino Latino de Jerusalén y fue el preludio de la toma de Jerusalén.

La Batalla de los Cuernos de Hattin fue un importante encuentro armado que tuvo lugar el 4 de julio del año 1187 en Palestina, al Oeste del mar de Galilea, en el desfiladero conocido como Cuernos de Hattin (Qurun-hattun) entre el ejército cruzado, formado principalmente por contingentes Templarios y Hospitalarios a las órdenes de Guido de Lusignan, rey de Jerusalén, y Reinaldo de Châtillon, contra las tropas del sultán de Egipto, Saladino.

El 1 de mayo de 1187, Saladino había despedazado, en la Batalla de Seforia, a las tropas de Gérard de Ridefort. Había seguido después su ruta para sitiar Tiberíades, a fin de atraer a las tropas cristianas y así enfrentarlas en un terreno que le fuera favorable. Echive, la esposa de Raimundo de Trípoli, parapetada en la ciudadela, llamó en su socorro al rey de Jerusalén, Guido de Lusignan, y a su esposo, quien se encontraba en Seforia. El mensajero no tuvo ninguna dificultad en franquear las líneas enemigas, porque Saladino no deseaba más que una cosa: que los francos estuvieran al corriente de lo que se preparaba.

Durante el consejo, reunido por orden del rey, Raimundo III de Trípoli se inclinó por dejar caer Tiberíades, a pesar de que su mujer estuviera en la ciudadela. Había adivinado perfectamente el juego de Saladino. El rey y los barones estuvieron de acuerdo con él. Esperarían que Saladino fuera hacia ellos. Pero Gerardo de Ridefort quería borrar el fracaso de Seforia y se aprovechó de la debilidad del rey para convencerlo de atacar. El día 3, al alba, el rey hizo levantar el campamento y, a pesar de la intervención de los barones, el ejército se dirigió hacia Tiberíades.

Sus fuerzas incluían inicialmente 2.000 caballeros montados, 4.000 turcoples (arqueros a caballo equipados a la turca) y 32.000 infantes pero a lo largo de toda la marcha fueron acosados por 6.500 jinetes ligeros sarracenos que les infligieron altas bajas en ataques sorpresas, escaramuzas y emboscadas, en especial los turcoples. A esto se les unieron las inclemencias ambientales y deserciones, debilitando aún más a la fuerza cristiana. Durante la marcha también se les unieron unidades de caballeros cruzados de diversas ordenes monásticas.

Inicio de las acciones. El calor era sofocante y la retaguardia se veía continuamente acosada por los arqueros montados de Saladino; los caballeros iban a pie, ya que sus caballos habían muerto. Guy de Lusignan se dio cuenta de su error y estuvo de acuerdo con Raimundo de Trípoli para dar un rodeo por el pueblo de Hattin, donde se encontraba un pozo de agua. Pero Saladino no se dejó embaucar por la maniobra y mandó a sus tropas para que les cortaran el camino. El rey decidió entonces establecer un campamento para pasar la noche en esta meseta. Agotadas las reservas de agua, los hombres optaron por dormir con todos sus atavíos, por miedo a verse sorprendidos en su sueño por los enemigos. A algunos cientos de metros percibían las risas y los cantos de los musulmanes, a quienes no faltaba nada. A la mañana siguiente el ejército reanudó su marcha: tenían que alcanzar el pozo de agua. Las tres columnas se desplegaron entre dos colinas volcánicas, los llamados Cuernos de Hattin. Los musulmanes les seguían acosando y los cuerpos de batalla se separaron. El rey tomó entonces una posición estratégica, al pie de los cuernos de Hattin. Pero las tropas de Saladino prendieron fuego a las hierbas secas, asfixiando a los francos con el humo.

La batalla. Saladino se tomó su tiempo. Prosiguió sus ataques de acoso y no parecía tener prisa por lanzarse al asalto final. Para el rey latino de Jerusalén, no había más que una salida para abrir la vía hacia Hattin: atravesar la barrera enemiga. Ordenó a Raimundo de Trípoli cargar con sus caballeros. Taqi al-Din, sobrino de Saladino, al mando de esa barrera, dividió entonces sus tropas para abrir el paso, pero lo cerró inmediatamente después. Las tropas cristianas no habían podido seguir y Raimundo de Trípoli se encontró solo. Al verse incapaces de ir en ayuda de su camarada, los cristianos se dirigieron a Tiro. Los infantes habían escalado la colina norte de los cuernos, pero se encontraron entre un precipicio y las tropas musulmanas. Muchos de ellos murieron arrojados al vacío y otros se rindieron. Mientras, la caballería de Saladino había cargado contra los cristianos, que se refugiaban en el cuerno sur. Saladino escogió ese momento para lanzar el asalto final. Los caballeros consiguieron esporádicamente arrollar las líneas musulmanas, pero se vieron rechazados. Saladino lanzó el último asalto para apoderarse de la tienda roja del rey, donde se encontró la Vera Cruz, una sagrada reliquia. La noche del 4 de julio todo había acabado. Guy de Lusignan fue hecho prisionero, al igual que Reinaldo de Châtillon, el peor enemigo de Saladino. En su propia tienda y tal y como Saladino había prometido, le cortó la cabeza a Reinaldo de Châtillon con sus propias manos; ejecución no habitual, pues prefería utilizar a los prisioneros como moneda de cambio. Esta excepción se justificó por las masacres y asaltos que había cometido Reinaldo contra la población y las caravanas, tanto de cristianos como de musulmanes, en una de las cuales se dice viajaba la hermana de Saladino, motivo por la cual Saladino había jurado matarlo con sus manos.

La primera novela de la saga

martes, 8 de octubre de 2013

Profetas del Renacimiento


El nombre de Eduardo Schuré resulta conocido a los que hayan leído su libro más famoso, titulado Los grandes iniciados, en el que presentaba bajo una luz unitaria a los fundadores de las religiones, libro que ha tenido y sigue teniendo su éxito, más o menos limitado, en un mundo donde lo religioso se vuelve cada vez más apremiante y más actual. Pero como todo resulta confuso y todo se presta a una penosa mezcolanza, más peligrosa a menudo que el ateísmo puro, hay que ir con pies de plomo y saber distinguir entre ocultismo y esoterismo, entre religión y moral, entre orientalismo auténtico y orientalismo de feria, entre sutiles investigadores del alma y brutales torturadores del cuerpo. Hubo siempre, desde que nuestra religión aparece en la tierra, intentos de destruirla desde dentro, y gran parte de las herejías aparecen como puras técnicas de desestabilización cristiana. Pues hoy sucede lo mismo y, entre tanto budismo y tanto tantrismo y brujería y satanismo, uno no sabe ya qué camino elegir, puesto que, muy a menudo, se nos va el santo al cielo, enojado y aburrido por tanta pasión seudorreligiosa. Lo mejor, ahora como siempre, es estar de acuerdo con lo religioso y saber acogerse a la ortodoxia, bajo la protección de los evangelios. Por este motivo, cualquier interpretación que no esté estrictamente de acuerdo con la Iglesia me parece sospechosa. Me refiero, claro está, a la Iglesia de los textos sagrados, que nunca falla y que ha podido conservar su esencia intacta, a pesar de los abusos humanos, demasiado humanos, de sus a veces indignos servidores. Y se me ensombrece la memoria recordando las trágicas aventuras de los enamorados de la pureza religiosa y de los cultores de un cristianismo digno de sus orígenes –Dante y los suyos, ante la descomposición inmunda que conoció la Iglesia hasta en la Edad Media y que culminó con el exilio a Aviñón y, más tarde, con la muerte de Savonarola al que hoy, por cierto, piensan llevar a los altares-, aventuras no desprovistas de una enorme y aleccionadora actualidad.

Escribo obsesionado por lo que sucede alrededor nuestro. Acontecimientos terribles nos obligan a contemplar la otra cara de la moneda, a insertar lo que ocurre para la alegría cotidiana de los medios de comunicación, en otra perspectiva, inactual diría, pegada a otra realidad. El mismo terrorismo, físico y psíquico, que domina casi todo lo que está ocurriendo, la injusticia transformada en medida exclusiva de lo justo, en el marco de una ya clásica inversión de los valores, no es más que un instrumento metafísico, algo tan tremendamente aleccionador y simbólico como el rostro cansado de Fraga o el permanente desvarío intelectual de Alfonso Guerra. Esta cara visible de la realidad implica su propia contradicción, su adhesión a una caída, que puede ser el fin, parcial o definitivo, de un tiempo mucho más amplio que el nuestro. Nuestro tiempo, de este modo, resulta ser un eón, una vasta aglomeración de tiempos menores corriendo hacia la suerte mayor de su propio cumplimiento o de su muerte. Esto lo intuyen claramente los que saben de historia de las religiones y de esoterismo. Lo político se vuelve historia y es metafísica pura, en el marco de un destino al que cumplen, en su más mínimos detalles, los políticos, los verdugos y los grandes torturadores más o menos ocultos de la humanidad.

Y todo tiempo fue así. Ya que todo tiempo no es sino un fragmento, siempre igual a sí mismo, a pesar de lo que digan los historiadores. Pienso en la época enfocada por Schuré en su libro Los profetas del Renacimiento (Ed. Laterza, Bari, cuarta edición, 1983), al que acabo de encontrar en una librería de Turín y al que leí con bastante prisa, deseoso de llegar al final, algo frustrado y desengañado, desde las primeras páginas. Porque el autor nos promete mucho y cumple poco. Sus “profetas” son un poeta y cuatro pintores: Dante, Leonardo, Rafael, Miguel Ángel y Correggio. Todos ellos, pero sobre todo Dante y Leonardo, descubren “las fuerzas nefastas” que dominan su mundo, el fragmento de tiempo que les toca vivir. Leonardo se da cuenta de que la razón y la ciencia no son capaces de sorprender el misterio y dar cuenta de él, y pasa al arte con el fin de profundizar el enigma. Todo se vuelve símbolo, como en “La última cena”, de Milán, donde sabe retratar el misterio profundo de la religión cristiana. Judas es el mal, o su modesto representante, y está allí desde el principio, como una prueba de que en los mismos momentos fundadores de una religión revelada es preciso que aparezca el personaje, fundador también, pero del revés de la medalla. Representante del mal dentro del cristianismo, padre de todos los que han deformado el mensaje o han tratado de deformarlo, traicionándole en su esencia desde entonces hasta hoy. Herejías, reformas, separaciones, quisquillosismos diabólicos, alianzas con el mal, abusos e impurezas, contradicciones abominables, la historia misma de la Iglesia de Cristo empieza su itinerario en el momento de la Cena, cuando Dios está presente y cuando, con la simbolización ritual del pan y del vino, misterio estremecedor entre todos los misterios, el Mal clava en el cuerpo místico del edificio su primera flecha envenenada. Desde entonces hasta hoy la historia del cristianismo no ha hecho sino repetir aquella básica tragedia, esclarecedora de la tragedia humana.

Cuando el otro día el presidente del Consejo, hablando de la ejecución del poeta negro, decía, con su habitual sentido de la irrealidad, que aquello “está en contra de la historia”, tenía que haber dicho lo contrario: aquello estaba dentro de la historia. Nadie, en lo horroroso, se mueve contra la historia, ni siquiera los socialismos en el poder. Contra la historia se habría levantado algún que otro poeta o santo, pero tengo la impresión de que don Felipe no sabe mucho de esto. Nunca lo sabe un político, que es, forzosamente, autor de historia. Buena o mala, esa es harina de otro costal.

Pensemos en Dante y en el viaje iniciático que realiza en el mundo del más allá, viaje profético, auténtico “método del conocimiento”, como bien lo define Schuré, porque concluye una época y abre otra, y porque sintetiza la sabiduría secreta de los últimos siglos medievales. Obra tan compleja y tan completa como el lenguaje plástico de una catedral gótica. Pensemos también en la lucha que Dante llevó a cabo con el fin de purificar las costumbres eclesiales de su tiempo y en el sueño que soñó en relación con el Imperio universal, destinado a liberar a todos los hombres de la tierra, en el marco de una religión vuelta a su pureza inicial. La vida de Dante es quizá la más representativa en el marco de la cultura occidental, porque representa conscientemente una actitud contra la Historia, un intento de corrección, al que nadie logró llevar a cabo, porque todos los rebeldes (Savonarola, como decía antes, o San Francisco de Asís) fueron condenados y ejecutados o, con más suerte algunos, fueron aceptados como tales reformadores y rápidamente eliminados como doctrina, considerados como peligrosos destructores de un orden bien sentado en su propia malignidad. Es la historia misma del franciscanismo, que todavía no ha terminado, desvirtuada durante los últimos decenios por los propios franciscanos, de la misma manera en que los templarios, los jesuitas o los dominicos de su primera fase no se parecen a los de la última. Se plegaron todos al tiempo histórico y traicionaron su mensaje fundador. Recuerden las dificultades que tuvieron que pasar Fray Luis de León o San Juan de la Cruz, dentro de la misma desgracia.

¿Hasta qué punto Julio II fue un gran pontífice, y hasta dónde lo siguió Miguel Ángel en su búsqueda artística? ¿Era deber de la Iglesia dejarse arrastrar por los caminos de la Historia o, más bien, levantarse contra ella con el fin de alejarse de la política y dejar al ser humano libre para que cumpliese su destino como ente espiritual y no como mero monigote físico? En el fondo, el Renacimiento, según Schuré, no es sino una metamorfosis de la antigüedad, un cambio de imagen, seguido por la presencia de lo eterno femenino (que es más bien medieval) y por la revelación jerárquica de “los tres mundos”, divino, humano e infernal, tal como aparece en La Divina Comedia. Es aquí, precisamente, donde el pensamiento de Schuré aparece como algo inseguro, deseoso de descubrir leyes detrás de los acontecimientos artísticos de la época y dejarlo todo bien claro y arregladito. Creo que Burkhardt fue más explícito y más profundo. El Renacimiento no es sólo lo que Schuré observa en él y hoy, años después de la primera publicación del libro, sabemos más y con más criterio de separación y síntesis. Sin embargo, el autor acierta cuando piensa que, por encima de las destrucciones y mediocrizaciones de la democracia actual, el ser humano ha vuelto a descubrir el camino que une la religión a la ciencia, clave quizá del mundo de mañana, clave no muy nueva ya que la misma Edad Media, y en gran parte el Renacimiento también, han utilizado para despejar los derroteros políticos de la Historia. Derroteros inferiorizantes, como nos podemos dar cuenta comentando las frases cabalísticas de los políticos, pero formando parte de la eterna tragedia del hombre.